protección civil

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jueves, 24 de febrero de 2011

El caso de la varilla radioactiva en Mèxico 1985







Quizás muchos de ustedes no lo recuerden debido a que o son muy jóvenes o no habían nacido aún o simplemente les es ajeno este caso. Por el año 1985 en el norte del país se distribuyo varilla metálica, de la usada en construcciones comunes y corrientes, que estaba contaminada con Cobalto 60, sustancia radioactiva usada en medicina nuclear que, debido a un nulo control sobre materiales radioactivos que eran desechados de Estados Unidos a México, fue a parar a los hornos de fundición de metales de los fabricantes de varilla.  Se ha considerado una de las peores catástrofes de índole nuclear en la historia moderna. El material que se distribuyó en Estados Unidos fue recuperado mediante la demolición de las construcciones que contenían la varilla contamina (cuyos restos fueron regresados a México poco después), sin embargo en México la historia fue otra ya que se dice aun existen  restos de material contaminado en casas-habitación, centros comerciales y otras construcciones.
Pero para que no se extrañen por un aumento de casos de cáncer y malformaciones sigan leyendo la historia:



Cobalto 60. La bomba de tiempo.
Ignacio Alvarado Álvarez
Hace 22 años, metal radiactivo fundido con materiales de construcción fue distribuido accidentalmente por suelo de Estados Unidos y México. Se consideró, en su momento, como uno de los accidentes nucleares a nivel mundial más extendidos. Autoridades de ambos países emprendieron la búsqueda y confiscación del metal, pero algunos creen que del lado mexicano jamás se hizo una limpieza de fondo. Ahora se teme que las secuelas de este episodio empiecen a mostrar su peor rostro. Después de todo, toneladas de productos contaminados fueron usados en construcciones, pisaron, o siguen ocultos en territorio nacional.
Nadie precisó jamás si fue por descuido que el conductor del camión extravió el camino, pero el error evitó una desgracia mayor. Con más de 12 horas en carretera, el operador remolcaba 30 toneladas de varilla producidas por la compañía Aceros de Chihuahua. El material debería llegar al día siguiente a varios estados del noroeste de los Estados Unidos para distribuirse después a otras regiones, pero en el desatino de su ruta, el camión se adentró en las inmediaciones del laboratorio nuclear de Los Álamos, muy cerca de Santa Fe, Nuevo México, y su paso activó los censores para fugas radiactivas. La remesa que se jalaba, se supo a las pocas horas, era una inmensa fuente de radiación gamma capaz de provocar la muerte o mutaciones en un ser humano.
Las autoridades de los Estados Unidos fueron capaces, los días posteriores, de recolectar varilla contaminada que antes de esa carga logró llegar a varias ciudades. Incluso demolió edificios y todo lo regresó a suelo mexicano. Pero en México, la mecánica de venta, plagada de coyotes, y la avaricia de otros tantos constructores y distribuidores, no concluyeron jamás la misma misión.
La varilla detectada por los censores de Los Álamos se fabricó con metal fundido en Aceros de Chihuahua, una empresa paraestatal que operó hasta fines de la década de 1980. Hasta los hornos llegaron toneladas de chatarra que durante meses estuvo en contacto con la fuente de Cobalto 60, que era el corazón de una unidad de teleterapia ingresada de contrabando en 1977, por el Centro Médico de Especialidades, el hospital privado más caro de Ciudad Juárez.
En 1983, en septiembre, un empleado del hospital llevó la unidad desvencijada al Yonke Fénix, un deshuesadero cuyo negocio principal era, igual que hoy, la compra de fierro por tonelada. Además de Aceros de Chihuahua, los clientes del yonke sumaban a Fundival, de Torreón; Grupo Urrea, de Guadalajara; Industrial del Hierro y del Acero, de Atizapán, y Fundidora Frontera, de Ciudad Juárez.
Varilla y otros productos de metal contaminados se distribuyeron en Chihuahua, Sonora, Baja California, Sinaloa, San Luis Potosí, Zacatecas, Guanajuato, Morelos, Hidalgo, Nuevo León, Coahuila, Querétaro, Tamaulipas, Durango, Baja California Sur y Aguascalientes. A 22 años, hay quienes afirman que los daños son más funestos de lo que han dicho las autoridades mexicanas. Y no sólo eso: las consecuencias mayores se verán mucho después, cuando arribe la cuarta generación de todos aquellos que fueron contaminados entonces.
“El daño de la contaminación a la que se expuso la comunidad con esa cápsula de cobalto puede tardar (en manifestarse) 10, 15, 20 ó hasta 25 años, de acuerdo al grado de exposición que tuvo cada persona”, dijo Agustín Horcasitas Cano, el ex gerente de producción en Aceros de Chihuahua, cuando presentó, el 3 de noviembre de 1999, su libro El gran engaño, en el que vertió su hipótesis sobre el accidente.
Ramiro Ayala es uno de tantos que estuvo en contacto directo con la cápsula. En 1983, cuando se vendió como chatarra en el yonke, él era ayudante de cortador. Junto con otros 67 empleados vivió tres meses en la zona más contaminada, y nunca lo supo. Desde entonces vive con mutaciones: las uñas de su pie izquierdo lucen permanentemente negras, sus defensas son escasas y ha visto morir a tres de los 15 trabajadores que decidieron quedarse en el Fénix.
“Las únicas medicinas que me he tomado siempre, son mentales”, dice en medio de un descanso que se toma a mitad de su jornada laboral. “Lo que hago es pedirle a Dios, ¿verdad? Es mejor no pensar en que uno está cobalteado”.
Paredes que matan
Cada día, unas cinco mil personas visitan las tiendas del centro comercial Plaza Juárez. Es una distracción desde que abrió sus puertas, en 1984. Hasta hace unos meses fue el complejo departamental más importante de la ciudad. Pero durante mucho tiempo, fue también una amenaza de muerte.
Muchos ecologistas y abogados locales sostuvieron por años que en la construcción del mall se empleó varilla contaminada, una afirmación que nunca pudo demostrarse. Lo mismo dijeron de unidades completas edificadas por el Infonavit. En los hechos, sin embargo, únicamente dos edificios han sido demolidos porque se supo abiertamente que sus castillos emanaban radiación.
El dato, pese a todo, no debe entusiasmar a nadie.
Horcasitas, el ex gerente de producción de Aceros de Chihuahua, emitió un cálculo alarmante: dijo que al menos unas 10 mil toneladas de varilla contaminada jamás se recuperaron. Se trata de una cifra que rebate los informes emitidos por la Comisión Nacional de Seguridad Nuclear y Salvaguardias en septiembre de 1985. La dependencia notificó que, “de manera conservadora”, de los hornos de Aceros de Chihuahua y Duracero, otra fundidora de San Luis Potosí, salieron 6 mil 608 toneladas de varilla contaminada, en un período que abarcó 44 días, hasta el 6 de diciembre de 1983.
El informe de la comisión dice que de 17 mil 636 construcciones “susceptibles” de tener varilla contaminada, mil 276 registraron niveles de radiación superiores al fondo natural, y de ellas 814 se encontraban por encima de un nivel aceptable, por lo que fueron demolidas. Es lo que dicen haber rastreado, a partir de las facturas de venta de ambas fundidoras. Pero miles de toneladas distribuidas sin control en pueblos y ciudades pequeñas, donde se vendió a través de intermediarios, nunca pudieron recuperarse.
El tiempo ha jugado a favor de esos datos congelados. En las ciudades de Juárez y Chihuahua, las fuentes originales de la contaminación, ninguna autoridad local ha dado seguimiento ni vigilancia a las zonas irradiadas. De hecho, el accidente es una idea vaga. “Tenemos entendido que este problema ya tiene muchos años y que ha causado algunos efectos, según datos de algunos investigadores, y eso nos indica que hay problemas surgidos desde aquellos tiempos”, dijo en enero de 2005 Rosario Díaz, entonces directora de Ecología y Protección Civil del Municipio de Juárez y hoy del Instituto Municipal de Investigación y Planeación.
La de Díaz no es una ignorancia cualquiera. Al margen de las especulaciones sobre el empleo de varilla radiactiva en la construcción de viviendas y centros comerciales, la zona donde fue sepultada la mayor parte de material contaminado pertenece al municipio. En Samalayuca, al sur de la mancha urbana, los ejidatarios han pedido el auxilio de ecologistas e investigadores, pues están seguros de que los mantos freáticos han sido igualmente contaminados por la bomba de cobalto 60. Si bien un par de estudios efectuados por expertos de la UNAM y la Universidad Autónoma de Chihuahua les han dado la razón, ninguna autoridad los ha atendido.
Samalayuca está lejos de ser el único sitio con posibles radiaciones magníficas en sus entrañas. En el Estado de México, el pueblo de San Juan Teacalco, vive algo parecido.
Tierra envenenada
San Juan Teacalco es una de las 11 comunidades que integran el municipio de Temascalapa, 75 kilómetros al noreste del Distrito Federal. Es un pueblo de colinas sembradas con nopal y maguey, y extensiones menores de fríjol, maíz y cebada, que muy pocos fuera de ahí conocen. La población vive sin demasiado contacto con el desarrollo y el promedio de estudios apenas alcanza el nivel básico.
A un kilómetro y medio de ahí, a mitad del camino que lleva a Maquixco, un pueblo de menor jerarquía, el Instituto Nacional de Investigación Nuclear adquirió 20 hectáreas de terreno en 1973, sin notificarle al municipio que tenía planeado operar un centro de recepción de material radiactivo. Desde diciembre de 1984 se almacenan ahí 98 toneladas de varilla contaminada y restos de cianuro provenientes de Chihuahua.
Algunos expertos, legisladores y residentes del municipio creen que la contaminación del subsuelo ha comenzado un daño irreversible. En los últimos 15 años, la incidencia de muertes neonatales, cáncer de piel y malformación genética se ha multiplicado, y la agricultura, el eje de la economía en la región, ha caído de nivel hasta ubicarlos en una de sus peores crisis.
“Todo esto no se veía antes del panteón nuclear”, dice Isaac Sánchez, el ex delegado de San Juan Teacalco. “Así que nosotros creemos que algo malo está pasando en este lugar, aunque nadie quiera decirnos qué es lo que pasa con nuestro pueblo y con nuestra vida”. Varios dictámenes emitidos por el ININ a partir de esos señalamientos negaron cualquier relación entre los fenómenos registrados en el pueblo y el almacenamiento del material contaminado.
Aún así, la Subcomisión de Materiales y Desechos Peligrosos, dependiente de la Comisión de Ecología y Medio Ambiente de la Cámara de Diputados, concluyó en marzo de 1999 que el daño psicológico, económico y moral del municipio debía ser subsanado por el Gobierno de la República y el instituto.
No es la primera vez que las dependencias del Gobierno federal esquivan acusaciones de ese nivel. En diciembre de 1996, un investigador de la Universidad Autónoma de Chihuahua, Carlos García Gutiérrez, advirtió sobre las posibilidades de que en Samalayuca, el manto freático del que alguna vez pensó abastecerse a Ciudad Juárez, esté contaminado.
“La varilla que se envió en ese entonces (1984) está enterrada apenas unos metros arriba de los mantos, pero es más grave que en la actualidad estén varias toneladas a flor de tierra y una gran cantidad todavía en la ciudad de Chihuahua”, dijo.
El investigador no está solo en sus temores. El físico Bernardo Salas Mar, un investigador del Laboratorio de Análisis Radiológicos de Muestras Ambientales de la UNAM, concluyó, tras visitar el depósito de Samalayuca, que las posibilidades de que los mantos freáticos hayan sido contaminados es real.
“El sitio acusa erosión por agentes naturales de agua y viento”, dijo. El sitio de confinamiento hace años que fue abandonado. Quien sea puede traspasar su perímetro. No hay señalamientos que adviertan que ahí hay material radiactivo enterrado”.
“Originalmente se propuso que todo ese material se enviara a Puebla, a un cementerio nuclear con todas las de la ley, pero nadie hizo caso”, dice Edmundo Águila Castillo, un abogado que en su momento defendió los intereses de una veintena de trabajadores del Yonke Fénix y que hoy funge como funcionario municipal.
“Pero cuál fue la respuesta de la mentada Comisión de Seguridad Nuclear y Salvaguardias. Bueno, pues enviaron a una bola de criminales sinvergüenzas que se dieron la gran vida: A mí me tocó llegar al hotel en donde se hospedaban, y los señores tenían como botana, para picar, langosta y caviar, y no tenían sidra, sino champaña para beber”.
Daños irreversibles
Sentado en un sillón roto y sin patas, en una pequeña vivienda de una colonia proletaria de Ciudad Juárez llamada Bellavista, Bernardo Ponce habla de su hijo de 15 años. Platica de cómo lo engendró y asegura que él no fue dañado como su padre -quien también se llama Bernardo- por el contacto directo que tuvo con la cápsula de Cobalto 60, cuando los dos trabajaron en el Yonke Fénix. Sin embargo, Ponce es estéril y no puede donar sangre.
Su evasión es similar a la que en su momento tuvo Benjamín de la Rosa Núñez, quien murió el 28 de mayo de 1991. Benjamín nunca reconoció que estaba enfermo por su exposición a la fuente radiactiva. Ramiro Ayala, otro de los sobrevivientes del yonke, recuerda perfectamente los días finales de De la Rosa.
“Benjamín era un hombre grande, muy fuerte. Era el más grandote de todos, y tenía unos brazotes, pero de repente se enfermó y como en dos meses se murió, y quedó en puros huesitos nomás”, dice. “Estuvo muy rara la muerte de él, porque se acabó en un ratito, como en un medio año desde que empezó a sentirse mal. Eso es lo que pasa: nosotros estamos expuestos a que nos dé una enfermedad de repente y se complica con lo cobalteado que estamos”.
De la Rosa no formó parte del grupo elegido por los médicos del IMSS para someterlos a estudios exhaustivos en la Ciudad de México. Margarito González, quien murió en 1990, y Benito De la Rosa, muerto hace dos años, tampoco formaron parte de aquel grupo que las autoridades dijeron, era el más dañado por la radiación. “Es lo que pasa: los que no fuimos parece que estuvimos peor”, dice Ayala.
Ellos no son los únicos, sino los que pueden rastrearse sin problemas. En noviembre de 1995, Alfonso Ciprés Villarreal, el dirigente del Movimiento Ecologista Mexicano, dijo que en Xochimilco una niña enfermó de cáncer por vivir en una casa construida con varilla contaminada.
El origen
La calle Ignacio Aldama, muy cerca del centro de Ciudad Juárez, es estrecha, como un callejón. Ahí, el empleado del centro médico al que le fue regalada la unidad de radioterapia, estacionó durante meses su camioneta Datsun del 81. Muchos niños jugaron con los balines que eran el corazón de la cápsula.
En ese tiempo, 1983, la calle era bulliciosa: un par de vecindades de doble piso daban albergue a unas 35 familias. De los vecinos de entonces únicamente vive ahí Hortensia Aguilar. El resto se fue, no se sabe a dónde, después de que las vecindades fueron demolidas, antes de terminar la década. Otras dos vecinas, que solían platicar recargadas sobre la camioneta contaminada, Guadalupe y Zeferina Miller, murieron de cáncer antes de 1991.
“Quien sabe en realidad el daño que provocó esa cosa”, dice Celina Chávez, quien entonces residía a la vuelta de esa callejuela, justo en donde hoy, a sus 58 años, atiende un puesto de la Lotería Nacional. “Creo que el gobierno se aprovechó de toda nuestra ignorancia”

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