protección civil

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domingo, 15 de enero de 2012

El capitán lanzó la señal de alarma una hora después del accidente

El Pais España,
Bolonia 16 ENE 2012 - 00:07 CET

La investigación sobre el naufragio del Costa Concordia avanza y afloran a la superficie elementos que profundizan las sospechas sobre las graves responsabilidades del capitán Francesco Schettino, de 52 años y con 30 de experiencia, detenido por la acusación de homicidio.
Los puntos oscuros de su conducta son varios. No solo abandonó el barco antes de que fueran evacuados todos los pasajeros sino que, según se supo ayer, tardó más de una hora en lanzar la alerta a las autoridades en tierra. Además, se consolida la idea de que el crucero navegaba demasiado cerca de la costa, mientras la hipótesis de un fallo de la instrumentación se debilita, ya que la embarcación había pasado una revisión exhaustiva del registro naval italiano tan solo el pasado 13 de noviembre. Tan serios son los indicios de una conducta irresponsable que la compañía Costa Crociere emitió ayer un comunicado en el que reconocía que los datos disponibles apuntan a que “el capitán cometió errores de juicio” y que “sus decisiones no se ajustaron a los procedimientos de seguridad”.
“La caja negra —declaró ayer el fiscal Francesco Verusio, que coordina la investigación— está hablando. El impacto con el escollo que causó el naufragio se registró sobre las 21.45. Sin embargo, el crucero pidió ayuda a la Capitanía de puerto casi una hora después, a las 22.43. Tenemos que averiguar qué pasó en ese tiempo”. El barco se encontraba a una “distancia increíblemente reducida” de la costa, subrayó el fiscal.
“El mar era una tabla, no soplaba casi viento —subraya Vita Ariello del Comando de las Capitanías en Roma—, así que las condiciones climáticas no justificaban un desvío da la ruta habitual”. La ruta preveía que el barco pasara a 3 millas de la isla. Pero la prensa italiana destaca que los investigadores calculan que pasó mucho más cerca. El alcalde de la isla de Giglio, Sergio Ortelli, declaró que el primer impacto con las rocas tuvo lugar “a unos 500 metros de la costa de la isla, mientras los cruceros normalmente pasan a dos o tres millas”. El capitán detenido, por su parte, dice haber chocado con un escollo que no estaba señalizado en los mapas.
La hipótesis que cobró fuerza ayer en Italia es que el barco no tomó esa ruta por error o por causas meteorológicas. Se trataría de un juego peligroso, una suerte de reverencia, que esta vez salió fatal.
Ortelli confirmó a su pesar que “el saludo de los cruceros era algo tradicional”, aunque después matizó suavizando sus palabras. “No es la norma ni se trata de un saludo programado”.
El 9 de agosto, Ortelli envió un correo electrónico a otro capitán del Concordia, Massimo Callisto Gambarino, dándole las gracias por “el espectáculo único, una irrenunciable tradición que premia una de las islas más bonitas del panorama nacional”. Gambarino contesta: “Es la segunda vez que paso frente a la isla de Giglio con el Costa Concordia. Las dos veces fue una experiencia emocionante. Anoche, pasando delante del puerto, noté millares de flashes de las cámaras y numerosos turistas que miraban”.
El impacto rompió la roca y abrió una herida de casi 70 metros. “Barcos tan grandes están estudiados para mantener la estabilidad si se inundan dos compartimentos estancos, pero una brecha tan ancha debe de haber causado la ruptura de más”, evalúa un práctico (el oficial que conduce en puerto las embarcaciones) de Savona. Schettino sostiene que fue entonces cuando viró hacia la isla del Giglio, para evitar un naufragio donde el mar es más profundo, lo que habría provocado el hundimiento rápido y total del crucero. Pero los investigadores creen que el barco solo se acercó pocos centenares de metros a la costa, hasta pararse a unos 150 de ella.
El sistema de alerta no es automático, sino manual. Hay un botón que presionar para activar una alarma GPS que llega a todos los GPS de la zona. El capitán, en cambio, utilizó directamente la radio para llamar a la Capitanía de Livorno. Pero, una hora después del impacto. Mientras, había lanzado la alarma sonora dentro del crucero: siete toques cortos y uno largo que avisan a los pasajeros y a la tripulación de que hay que dejar la embarcación.

"Todo el mundo esperaba una señal del capitán, pero nunca llegó"

La familia Tomás logra ponerse a salvo. Unos en una lancha salvavidas y otros a nado. Pero falta el tío Guillermo, de 68 años.

Juan y Ana tienen cuatro hijos, la mayor de 18, dos gemelos de 16 y un chaval de siete. El tío Guillermo, de 68 años, puede considerarse otro hijo más, porque a veces sabe dónde está y a veces se le olvida, a veces cómo se llama y a veces no. La madrugada del sábado, cuando la nave Costa Concordia encalló frente a la isla de Giglio, en la Toscana, la familia Tomás estaba cenando en la tercera planta del barco. Dueños de un bar en Can Pastilla (Mallorca) en el que ayuda toda la familia hasta que se marcha el último turista, este año decidieron hacer una travesía por el Mediterráneo. Desde Palma volaron todos -más dos amigos de la hija- hasta Barcelona y allí embarcaron en un crucero que desde el principio les encantó. “Ya habíamos comentado”, dice el padre, “que el año que viene intentaríamos volver”. Juan, el pequeño, se sabe de carrerilla los puertos donde atracaron y las ciudades que visitaron -Cagliari, Palermo, Roma…- hasta que, a eso de las nueve y media del viernes, sintieron un gran golpe, la luz que se iba y venía, los platos y los vasos que se rompían estrepitosamente contra el suelo. Ahora Juan, con los ojos inyectados en sangre, mordisquea dos rodajas de salami y un trozo de pan duro en el polideportivo de Porto Santo Stefano…
“Cuando sentimos el golpe”, recuerda Juan, “nos pusimos de pie y los hijos salieron corriendo, cada uno por un lado, sin saber hacia dónde. Fue su manera de reaccionar ante el pánico. A mi mujer y a mí nos costó un buen rato encontrarlos. Al principio, por los altavoces -supongo que sería el capitán -dijeron que no había que alarmarse, que se trataba de un fallo técnico que estaban intentando reparar. Sin embargo, los camareros -filipinos o paquistaníes, creo yo- empezaron a señalar la salida, a decirnos que nos pusiéramos los chalecos salvavidas. Ya desde entonces se vivieron escenas de pánico. Gente que quería escapar pero que, como nosotros, no sabía hacia dónde. Además, no encontrábamos a mi hija mayor”. Luego se enteraron de que estaba en la planta 10, en un salón llamado Milano, comiendo con su amigo Vicente Salvador, de 20 años, que los acompañaba en el viaje. El grupo de nueve mallorquines lograron finalmente reunirse en la planta tercera para intentar salvarse del naufragio, pero la situación se iba complicando a medida que el barco se escoraba más y más sobre el flanco de estribor.
“No entendíamos nada. No sabíamos si ir hacia la izquierda o hacia la derecha del barco. Los camareros filipinos intentaban poner cara de tranquilidad, pero también se les veía nerviosos, sin saber qué hacer. El barco cada vez se inclinaba más, pero nos decían que había que esperar las instrucciones del capitán”. En este momento, Ana, que parecía dormida junto a las espalderas del polideportivo, se incorpora a la conversación. Su rostro refleja un cansancio extremo. Dice con enfado: “Todo el mundo estaba esperando una señal del capitán, pero la señal del capitán nunca llegó. Se puso a salvo antes que nosotros”. Juan explica que, mientras la luz se iba y venía, la familia se puso en la cola para embarcar en una de las lanchas salvavidas: “La inclinación del barco hacía muy difícil subirse a ellas y también bajarlas hacia el mar. Después de más de una hora esperando, conseguimos -todos luchando contra todos- que parte de la familia se subiera a ella. La mujer, el pequeño, la hija…, uno de los amigos. Cabían 150 personas en cada barca y cuando se llenó se hicieron a la mar”. Ana, que de vez en cuando rompe a llorar, recuerda: “Yo, cuando vi que parte de mi familia se quedaba en el barco, me intenté tirar de la lancha, pero me retuvieron…”.
Juan se quedó con los varones. En teoría, con los más fuertes. Pero también estaba con ellos el tío Guillermo. “Cuando la inclinación ya se hizo insoportable, nos fuimos de la parte derecha del barco a la izquierda. Era un caos. Para no resbalar y caernos al mar, tuvimos que hacer una cadena. A veces se rompía y descendíamos como en un tobogán. El pánico era total. Hasta que no alcanzamos la otra parte del barco no supimos que estábamos tan cerca de la tierra. Pasaron muchas horas. Tantas que, mientras que aún estaba en el barco buscando cómo salvarme, recibí una llamada de mi mujer desde la isla. Habían llegado a tierra. Se habían salvado. Ahora nos tocaba a nosotros. Pero la inclinación ya hacía imposible abordar una lancha. No sabíamos qué hacer”.
Juan, el hijo de siete años, revolotea por la conversación. Parece, con diferencia, el más entero: “Era como estar en el barco vikingo, pero de verdad”. Le digo que qué valiente y responde al halago informándome, satisfecho, que es el más alto de su clase: “Y juego de portero”. Su padre dice que, finalmente, decidieron tirarse al agua. Todos. De una vez. Ya. Pero, desde el agua helada, se percataron de que habían perdido al tío Guillermo. No sabe si se arrepintió en el último momento, si saltó al agua o si no, si se hundió con el barco. Juan tuvo que nadar media hora hasta alcanzar la costa. Luego, empapado, a punto de amanecer, tuvo que buscar a su familia por Porto Santo Stefano hasta encontrarlos. Muertos de frío, que es una forma de estar vivos. Todos. “No, todos no”, corrige Ana, “falta mí tío”. Es entonces cuando el remordimiento aparece en el relato de su marido. “Tal vez tendría que haberlo empujado. No confiar en que él iba a ser capaz de ponerse a salvo por sí mismo”. Casi todos los españoles que viajaban en el Costa Concordia ya han abandonado la costa y vuelan hacia sus hogares. La familia Tomás ha decidido quedarse frente al barco hundido. Por si aparece el tío Guillermo.
En la taberna del puerto donde escribo, de vez en cuando entra un guardia de Finanzas o un agente de los Carabinieri. Dicen en voz alta varios nombres. “¿Es alguno de ustedes Ambrosio, Guillermo…?”. Todos responden que no y continúan su ronda, cada vez con menos esperanza de encontrar al tío Guillermo Gual, un chiquillo de 68 años que a veces se despista y no sabe dónde está.
[Esta pieza fue escrita el sábado 14 de enero. Un día después se conoció la muerte de Guillermo Gual]

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